Que la corrupción perjudique directamente al bien común, es un hecho universalmente reconocido. Entre otras cosas, ella afecta la igualdad ante la ley, ya que permita que unos ejerzan una influencia que no está disponible para quienes cumplen con el ordenamiento jurídico, destruye la confianza de la ciudadanía en sus instituciones e incentiva a que se incumplan las obligaciones tributarias.
Desde una perspectiva empresarial, la corrupción entre otras cosas negativas, afecta gravemente a los ciudadanos y consumidores al constituir un importante freno al crecimiento económico y a la libre y justa competencia. Si bien no se puede afirmar que la corrupción impida el desarrollo de negocios (como lo demuestra lo que sucede en muchos países de nuestra región y de Asia), sí es evidente que los limita gravemente y que, además ahuyenta a muchos inversionistas -tal vez potencialmente los mejores- deseosos de contar con reglas del juego claras, transparentes y comunes a todos. Adicionalmente la corrupción implica siempre barretas a la libre iniciativa económica y a la creatividad de los ciudadanos y a la libertad de emprendimiento y gestión. Peor aún, la corrupción a gran escala puede fácilmente producir inestabilidad política y crisis institucionales, situaciones que desincentivan dramáticamente la inversión y los negocios en general. Como sabemos, la OEA ha calificado recurrentemente la corrupción como un problema serio para la democracia y la gobernabilidad de América Latina y como una de las razones que más influyen en que los países pobres no puedan salir de su situación de pobreza.
Cuando la corrupción se institucionaliza o se tolera, el “todo vale” pasa a ser una norma de conducta también al interior de las empresas y no solo en sus relaciones con las autoridades de turno. La pérdida de autoestima, de la propia legitimidad, produce ese negativo efecto más temprano que tarde, fenómeno que se puede fácilmente identificar en la clase y conductas empresariales de muchos países donde hay corrupción generalizada.
La reciente consagración institucional de principios de probidad y transparencia constituye una potente señal para combatir la corrupción. Sin embargo, esa consagración resulta inefectiva si no se traduce en una pronta promulgación e implementación de normas que permitan su aplicación concreta y fructífera. También hemos dado pasos en la dirección correcta al haber instaurado un sistema público transparente de adquisición de bienes y servicios por parte del Estado (Chilecompra), al haber suscrito la Convención Interamericana contra la Corrupción y al haber implementado un sistema de concursos para ciertos cargos públicos (Sistema de Alta Dirección Pública). Naturalmente de nada servirán estos instrumentos si los gobernantes de turno, de cualquier signo político que sean, no despliegan una fuerte voluntad de cumplirlos, no solo en su letra sino en su espíritu.
Si bien lo ya hecho constituye un avance importante, debemos también hacer mucho más en materia de crear y fortalecer adecuados mecanismos de fiscalización a nuestras autoridades. Entre otras cosas deberíamos adoptar una visión sistemática que no considere a la corrupción como un fenómeno social aislado sino como parte de un conjunto de materias que requieren mejor regulación normativa. Me refiero a temas tales como el lobby y el tráfico de influencias, la discrecionalidad funcionaria y la excesiva burocratización que muchas veces la causa, el uso de información privilegiada, el sistema de nombramiento e incompatibilidades de los funcionarios públicos y los conflictos de interés entre otros.
Pero lo anterior no es suficiente. Se requiere, además, que entre todos cuidemos y fortalezcamos una cultura cívica que combata las prácticas corruptas; que logremos crear una actitud de “tolerancia cero” frente a la corrupción. La corrupción no es un fenómeno del Estado, sino de individuos concretos que corrompen y se dejan corromper. Es por ello que la efectiva erradicación de la corrupción no depende exclusiva, y quizás ni siquiera primordialmente, del Estado. Es una tarea de la familia, de las iglesias, de los colegios, de las entidades gremiales y profesionales, de los partidos políticos, de los centros de estudio y de otros estamentos similares de la sociedad, los que son responsables de formar personas en la honestidad. Normas jurídicas, códigos de honor, autorregulación, adecuada fiscalización y presión política -social ayudan a controlar y sancionar la corrupción, pero no sustituyen la formación valórica de las personas que asumen responsabilidades públicas. Como ha dicho el senador Flores, los verdaderos responsables de los actos de corrupción política se están descubriendo a diario en estos días son “los que educamos a los operadores políticos, los que los seleccionamos y les damos los cargos”.
La lucha contra la corrupción es permanente, y en ella no se puede ser ni conformista ni alarmista. Chile no es un país corrupto (pero podría fácilmente llegar a serlo) y el empresariado nacional e internacional así lo percibe todavía. Transparencia Internacional nos pone al nivel de los países como EEUU y Bélgica en esa materia. Sin embargo y desgraciadamente pareciera que la relativamente baja corrupción que ha tenido Chile se está crecientemente deteriorando, probablemente en parte importante, por la falta de alternancia en el poder del último período. Por lo demás, tengo la impresión, aunque me puedo equivocar, de que la ciudadanía informada de nuestro país ya había asimilado esa negativa percepción, y desde hace bastante tiempo.